24 agosto 2010

Miel y hierbabuena

Los besos de amor huelen a hierbabuena y saben a miel.
Los besos de desamor huelen a azufre y saben a lágrimas.
Los besos de la rutina saben a diario y huelen a cansancio.


Ella abría su boca roja y tibia y recibía los besos que sabían a ron y olían a abandono. Cada beso era una nueva despedida, una nueva mentira, una nueva traición.
Vos sos el amor de mi vida, dijo él, con la mirada de quien confiesa un pecado y sabe que ya no puede retractarse.


Lo que él no sabía era que esa confesión era su sentencia de muerte, llegaba tarde. Tarde para la vida que ella soñaba, la que creía que soñaba, tarde para empezar, para seguir amándolo.


Hacía frío y sin embargo el ron había calentado algo más que sus huesos. Lo miraba con los ojos de ayer, lo deseaba con locura, aunque solo por esa noche, aunque solo para esa noche. Sus palabras no eran más que frases vacías de alguien que intenta justificar un momento, una historia. No había manera de explicar nada, no era necesario hacerlo.


Ella conocía el amor de la noche, ese que da una libertad que asfixia y que llena de preguntas la existencia. La noche estaba llena de ron, de miradas procaces, angustias y mentiras. No podía ser más real, la noche, no podía ser más sincera. En la noche cada momento era el último, cada mirada era un discurso, cada beso era una sentencia y al mismo tiempo devolvía el aire. Ese amor la llenaba de miedo, la hacía volar, le tumbaba el rumbo.


Te dejo tus cosas en la portería, escribió él, y cada letra que aparecía en su pantalla eran esquirlas de una bomba de odio y hastío que aniquilaban su alma.


El lugar era perfecto, habían escogido la mesa del patio para que ella pudiera fumarse la rabia. Las paredes roídas y llenas de recuerdos eran la evidencia del paso inexorable del tiempo; así ellos estaban también enmohecidos, gastados. Se miraban con cansancio, con nostalgia; se tomaban las manos, se secaban el llanto. Recordaron ese día las promesas, los gritos, los amores y los malos tratos. Ella veía en sus ojos el destello agonizante de un amor desbordado; él reía con su risa y la amaba con un odio más fuerte que la tristeza misma.


Ella conocía el amor del día, ese que procuraba paz a su alma, pero también vacío, desesperación, impotencia y frustración. Un amor que llenaba sus preguntas con los muchos actos que la rutina ofrece. La vida estaba llena de mentiras y ella lo sabía, pero el día era claro y agitado y no daba espacio para pensar tanto. ¿Quieres comer?, ¿vamos a un bar?, ¿a qué hora vienes?, ¿me quieres?...tanta cotidianidad borraba las dudas más severas, esas que parten el alma ante la falta de respuestas. Ese amor le quitaba el miedo a la soledad inmediata, le ponía un piso, le mostraba un rumbo.



Ella conocía la soledad y el miedo. Había tratado de ser noche con el día y también día con la noche. Había sido buena con el malo y mala con el bueno. Quería ser todo, con la noche que fuera día, con el bueno que fuera malo.


Ella quería miel y hierbabuena.