Su corazón latía lento con la cadencia de un triste violín que tocaba cada fibra de su alma encostrada, mientras una voz rasgada y cansada repetía palabras surrealistas de desamor. Le gustaban las canciones que le revolcaban la vida, que le arrancaban lágrimas. Le gustaban las canciones con grandes arreglos orquestales, dramáticas, majestuosas; le gustaba tomarse algo bien caliente a ver si descongelaba el amor que ya no sentía.
Se sentó en una pequeña alfombra al lado del balcón. Repitió una y otra vez la misma canción mientras se bebía un café despacio hasta que fue enfriándose. Miró hacia al cielo, inamovible, como buscando una respuesta que no llegaría, o tratando de entender de dónde venía esa tristeza que se le metía en el alma y le perforaba los sentidos sin piedad.
Cuando la noche se hizo más oscura y la ciudad dejó de latir frente a su mirada y las luces brillantes se fueron apagando una a una, cuando el café estuvo tan frío que se hizo imbebible; la canción dejó de sonar y el ruido de la lluvia cesó por completo.
Cuando prendió las luces y las sombras desaparecieron ante sus ojos,
la cotidianidad se apoderó de su alrededor y su angustia se disolvió poco a poco hasta que ya no podía recordar por qué la sentía.
Entonces comprendió que esa inmensa zozobra no era más que otro domingo con lluvia a las seis de la tarde.