25 noviembre 2013

¡VAMOS A JUGAR!


Esta historia la escribí hace 7 meses, pero no la publiqué. Hoy me la encontré y me encanta ver todo lo que ha pasado después de esa búsqueda inicial. Sobre eso escribiré una nueva entrada, pero esta, ¡vale la pena recordarla como el inicio de una vida diferente!!

¡Vamos a jugar!! 


Después de publicar mi entrada anterior, “Elucubraciones de una mente dominical autista” recibí varios comentarios: unos de apoyo al síndrome, otros con propuestas para cambiar de rutina y no faltó el que sugirió que lo que yo sentía se debía a la falta de un amante. No entiendo bien el propósito de esa sugerencia, pues, si ese fuera el caso, ese ser no estaría dentro de los posibles candidatos.
¿En qué estaría pensando el sujeto?, ¿En serio creería que mi respuesta sería: por supuesto, puedes ser tú mi amante?. En fin…Ni para que detenerme en eso.

Volviendo a las propuestas, debo decir que algunas de ellas han funcionado. Por ejemplo, hacer ejercicio, que fue una de ellas, ha cambiado mi rutina pese a mi incredulidad e inexperiencia.

Los domingos tienen un aire distinto, siempre lo he pensado, pero hay aires que de verdad refrescan. Medellín tiene una cara que yo no conocía: la de los domingos en los espacios deportivos. Al empezar a descubrirlos me encontré con una ciudad llena de colores, de perros, de niños con sus familias y sus pequeños cascos, de vendedores ambulantes, de música y risas, etc. Esa cara me hizo pensar que los domingos, para muchos, significan un espacio en familia, en pareja. Un día donde la oficina y los problemas quedan atrás y el aire libre le cambia la cara y la disposición a las personas.

El deporte jamás fue mi opción, la sola palabra me dejaba sin aliento y con dolor en todo el cuerpo de antemano. No obstante, hace más o menos un año hice mi primer acercamiento inscribiéndome en un gimnasio. Logré ser perseverante por unos meses y tengo que reconocer que me sentí bien. Las muchas ocupaciones opacaron mi entusiasmo y terminé mandando al traste el deporte, aunque siempre pensé que debía volver a intentarlo.

El día llegó debido a mi necesidad de cambiarle la cara a los domingos, aunque en esta ocasión no quería un gimnasio. La bicicleta fue una opción, pero no tengo. Además con el auge que hay en la ciudad con el ciclismo, francamente me da vergüenza salir a hacer el ridículo. En realidad lo que más me llamó la atención fue el patinaje. Tampoco soy buena en eso, pero por lo menos no veo tanta gente experta en ese deporte, (seguro hay miles, pero en los lugares a los que he ido, no se ven tantos).

Desempolvé, literal, mis patines y por fin llegó el domingo, increíble, pero en serio lo estaba esperando.  Lo pensé mucho antes de arrancar, pues hacer deporte acompañado siempre es mejor; pero se me hacía tarde y ya no era hora de buscar a acompañantes. Llegue al Aeroparque Juan Pablo II sin tener idea cómo funcionaba el asunto.  Cuando vi la cantidad de gente que había en la pista, estuve a punto de desistir, pero no, ya había llegado y no podía perder el impulso. Me puse los patines en el lugar más solitario de la pista que encontré y empecé mi recorrido.

Apelé a mis recuerdos de niña, cuando patinaba sin cesar , sin pensar en nadie, sin miedo a caerme. Descubrí, mientras avanzaba,  que ahí estaba el problema: Para mí el deporte jamás se llamó de esa manera, simplemente salía a jugar; así que pensé que la mejor manera de empezar mi vida deportiva era volver a jugar, a sentirme niña y disfrutar de cada momento sin pensar si es peligroso o si me puedo morir asfixiada, debido al estado físico tan deplorable que tengo ahora.

La pista tiene 1.600 metros. Lograr recorrerla entera no estaría nada mal para una primera vez. Ese era mi reto. Estaba tan concentrada que no vi venir el desnivel y claro: “Caí redonda como una guanábana sobre la alcantarilla” como diría Juan Luis Guerra. Caí sentada, por fortuna, pues de amortiguación trasera estoy bien. Seguro por la adrenalina no sentí dolor. Miré a los lados a ver si alguien me había visto; por suerte solo me vio una niña que siguió en la clase que su mamá le estaba dando, sin inmutarse. Ese fue el momento crucial, si no me paraba, nunca lo volvería a intentar, de eso estaba segura. Espere unos minutos, recuperé el impulso, me paré como pude y seguí. Ese fue mi primer triunfo.

A pesar de que estoy haciendo otras actividades físicas en semana, esperaba con ansias el domingo siguiente para volver a la pista.
El día llegó. Esta vez no fui sola: me acompañaron mi hijo, un amigo y Barto, mi perro, el nuevo integrante de la familia.
El lugar estaba más lleno que la vez anterior, pero no me importó; me puse los patines en frente de todos.
Para mi grata sorpresa,  logré dar más vueltas que la semana anterior y no me caí. Supongo que esta vez estaba menos asustada y lo que pensaran los demás empezó a importarme menos.

En medio de esta búsqueda descubrí que había una deportista consumada dentro de mí, aunque muy dentro a decir verdad. Pero lo que me llenaba tanto no era solo la actividad física, lo que entendí es que todavía sé divertirme cuando salgo a jugar y eso me hace feliz…Incluso los domingos!!



07 abril 2013

LAS DOS CARAS DE LA MUERTE


En esta ciudad los asesinados son además sospechosos. Es el pan de cada día, no sólo los muertos, sino la pregunta ¿y por qué lo mataron? Si no hay una respuesta que lo exonere de toda culpa, la sospecha cae sobre el muerto y no sobre el asesino. En algo estaría metido, ¿quién sabe en qué pasos andaría?

Parecería que hay muertes que se justifican, parecería que la vida, en esta tierra, no valiera nada.

El miércoles 3 de abril de 2013 le vi la cara a la muerte, al dolor; sentí de cerquita la peor pesadilla de una madre: perder a su hijo.

Lo primero fue el aviso de mi hermana de que algo no andaba bien con mi mamá.

“Conéctese —me dijo—, es urgente”. “No puedo, voy de salida”, le dije. “Mi mamá está muy mal, no para de llorar”, indicó mi hermana.  “Pero, ¿por qué?, ¿qué pasó?”

“Mataron al hijo de Carmen”, dijo.

Carmen es una mujer solitaria, tranquila. Es amiga de mi mamá desde que eran jovencitas. Son amigas de las de verdad, de esas que no tienen que verse todos los días para quererse igual y para saber que están ahí para cuando haga falta.

Vivía sola con su hijo en el barrio Calasanz. Sobra decir que vivía en función de Daniel, así se llamaba la razón de su existencia. Ellos vivieron unos tres años en Londres, pero hace varios años se devolvieron para Medellín. Aunque Carmen consideró alguna vez irse a vivir a la Costa Atlántica, Medellín fue la elección final.

La última vez que vi a Daniel fue en una fiesta en el club donde trabaja Carmen. Me sorprendió lo grande que estaba, yo lo había conocido cuando era un niño. Esa noche abrazaba a su mamá para despedirse; ya era más alto que ella y se veía como todo un hombre. Tendría entonces unos veinte años.

Cuando me conecté en video-llamada con mi mamá, que está fuera del país, me llenó de angustia su desesperación, su impotencia. “Averíguame el teléfono de la hermana de Carmen”, me pidió.  Yo no entendía nada. “¿Para qué el de la hermana?, ¿es que ella no sabe?” “Sí, pero es que necesito que me dé el número de Carmen”. Me aclaró.

Mi mamá no sabía nada, sólo había recibido un mail de la esposa de mi tío en el que les decía a todos los amigos de la juventud de Carmen —todos eran del mismo barrio, La Floresta— que no dejaran de acompañarla en la misa por la muerte de su hijo que se celebraría a las cinco de la tarde ese mismo día, miércoles 3 de abril, en Campos de Paz.

Empecé a hacer llamadas, hasta que dí con el número. Llamé de inmediato mientras mi mamá me hacía preguntas detrás de una pantalla. La hermana de Carmen me contó qué había pasado y me dijo que su hermana no estaba contestando el teléfono.

Le dije que ya iba para allá y traté de que mi mamá se calmara. Le expresé que ya nada podía hacer, que se quedara tranquila que cuando yo llegara, me encargaría de comunicarlas.

Yo sabía que no iba a ser nada fácil ver a Carmen. Recordaba las palabras de mi mamá: “¡Ay, ella no va a poder con esto! Ese muchacho era su vida entera”.

Sin embargo, nada de lo que yo pude imaginarme se comparaba con lo que vi.

Estaba cara a cara con mi peor pesadilla, con el peor miedo que he tenido desde que mi hijo nació, hace 11 años.

Cuando se vive en una ciudad como ésta, la posibilidad de que los hijos no regresen a casa está latente día a día. Recuerdo que cuando era adolescente no entendía por qué mi mamá era tan estricta con los horarios, por qué le daba miedo que yo estuviera en la calle hasta altas horas de la noche y por qué siempre me decía que me reportara. En ese entonces eso era para mí cantaleta típica de mamá. Ahora que estoy en su lugar puedo decir que no hay peor angustia que la que produce no saber dónde están los hijos.

Cuando me acerqué a Carmen ella levantó su mirada, como si viera en mi llegada, la llegada de mi mamá. La abracé largo y fuerte. Ella me habló con una voz que apenas le salía: “¿Qué voy a hacer sin él? ¡Me quedé sola! ¡Mi angelito!”

Preguntaba y exclamaba una y otra vez.

En estos casos nunca salen palabras adecuadas. Por más que uno trate de ponerse en el lugar del otro, es imposible sentir su dolor o decir algo que lo consuele. Me dijo que Dios le había prestado a su hijo durante 24 años y ahora se lo había llevado. Los había cumplido en febrero.

Después de muchos intentos, logré que mi mamá se comunicara con Carmen. Cuando le entregué el teléfono rompió en llanto: “¡Amiga, me lo quitaron, me quitaron a mi niño, se me fue mi angelito!”

No sé qué le dijo mi mamá, pero Carmen lloró y asintió con la cabeza hasta cuando se despidieron. Cuando me pasó a mi mamá, yo sólo escuché un llanto impotente, incrédulo, como si nada de lo que estaba pasando fuera cierto.

Le tomé la mano a Carmen, la abracé, besé su frente, acaricié su pelo. No sé si trataba de decirle que entendía lo que sentía, que yo no podía ni imaginar mi vida sin mi hijo; que quería darle todo el amor del mundo en un segundo para que supiera que no estaba sola, como ella se sentía. Sabía sin embargo, que hiciera lo que hiciera, no podía apaciguar su dolor; nada podría devolverle su razón de vivir. Ella miró al piso, callada, ida… De repente rompió en llanto; el llanto más amargo que jamás he visto. Era como si le apuñalaran las entrañas: se dobló encima de sus piernas y repitió una y otra vez que no iba a poder con esto.

Los familiares de Daniel se acercaban incrédulos al féretro; lo miraban, le hablaban, le mandaban besos y bendiciones a través del vidrio que separaba su cuerpo sin vida del amor que todos le profesaban.

Un niño de unos 11 años, primo de Daniel, con su camiseta verde bañada en lágrimas, se acercó y luego abrazó a su mamá; buscaba consuelo como tratando de entender por qué su primo estaba ahí, por qué no volvería a levantarse.

Minutos antes de las cinco de la tarde el carro fúnebre recogió el féretro y emprendió su marcha hacia la iglesia del campo santo.

Cuando entré a la iglesia sentí un frío terrible en mi espalda. Afuera el  cielo estaba de un azul tímido, cubierto por nubes, pero el calor era espantoso adentro. Sin embargo, durante la misa se colaron corrientes de aire fresco que me dieron una extraña sensación de paz.

La voz de la mujer que cantaba era hermosa y las canciones sublimes. Al empezar la liturgia el sacerdote dijo que Daniel era su ahijado. No sé cómo hizo para mantenerse sereno y buscar darles sosiego a sus familiares y amigos, pese al evidente dolor que sentía.

Habló de la resurrección, de la celebración de la vida y del llamado del Señor. Esos conceptos, en momentos así, no son asimilables para mí; más aún porque no me gustan las iglesias y los cementerios me dan escalofrío. Sin embrago, la brisa que se metía por la puerta de la iglesia me dio tranquilidad.

Cuando salimos, en el recorrido hasta el lugar  donde iban a enterrar  a Daniel, en Campos de paz,  escuché los comentarios. Algunos preguntaron qué había pasado y la respuesta siempre fue la misma: “No se sabe”. Dijeron en las noticias que fue un acto de “limpieza social”.

La noche del lunes primero de abril Daniel estaba estudiando para un parcial que tenía al día siguiente; adelantaba estudios en Gestión administrativa en el ITM. Le dijo a su mamá que saldría un rato, que no se demoraba. Se fue en bicicleta, no se llevó sus documentos  de identidad. Las horas pasaron y Daniel no regresaba. Desesperada, Carmen empezó a buscarlo por todas partes y el martes llamó a todos los hospitales de la ciudad. El último lugar al que llamó fue a Medicina Legal y le dijeron que allí había un chico con las características que ella mencionaba. En efecto, ése era Daniel.

Las primeras versiones de su muerte eran confusas, lo único que sabían era que él estaba con cuatro amigos más en el barrio Cristóbal, detrás del liceo Salazar y Herrera. Al parecer unos hombres se acercaron a preguntarles si vendían marihuana. Ellos dijeron que no y a los pocos segundos les dispararon a todos. Sólo uno de los chicos quedó vivo, un niño de 15 años, que hasta el momento se encuentra muy grave, en cuidados intensivos. Los otros cuatro murieron.

Algunos asistentes al entierro preguntaron en susurros si Daniel consumía drogas, si andaba en malos pasos, como tratando de justificar lo injustificable.

Cuando busqué la noticia me quedé sorprendida al ver que se hablaba de “limpieza social”. No entiendo si sólo para mí es tan perverso el nombre que le han dado al asesinato. En este país somos expertos en los eufemismos.

Qué importaba si Daniel o sus amigos fumaban marihuana o no. ¿Puede un grupo de asesinos pensar que “limpia” su sector asesinando niños? Es insólito. Un asesino mata para limpiar su barrio de “malas” conductas. Para aumentar mi incredulidad, uno de los medios tituló así la noticia: “Autoridades investigan si asesinato de cuatro personas en Barrio Cristóbal se trataría de una limpieza social”. Así, sin comillas para ese término tan absurdo. Otro medio escribió las declaraciones de la familia de un menor de 15 años, que también murió en el lugar, en las que aseguraban que su hijo era un buen muchacho, casero, que sólo había ido a visitar a su novia.

No puedo dar crédito a que una familia, además de soportar el peor dolor del mundo, tenga que intentar limpiar el honor de su hijo, “sospechoso” por haber sido asesinado.

Para llegar al lugar designado para sepultar a Daniel había que pasar por varias tumbas. Eran tantas que había que caminar mirando hacia abajo, intentando no pisar ninguna.

La escena fue desgarradora. Los sepultureros estaban en la parte superior e inferior de una excavación recién hecha. Una lona verde y grande cubría una cantidad mediana de tierra. Unos soportes de la medida de la excavación delimitaban el espacio y en la parte inferior había una manivela. Sus familiares y amigos estaban en el lateral izquierdo del féretro que había sido puesto en el soporte, encima de unas correas. Un tío de Daniel puso un ramillete de rosas de varios colores encima del ataúd cerrado. La hermana menor de Carmen lloraba sin consuelo mientras la sostenían dos personas, como si temieran que no pudiera mantener el equilibrio. Ella a su vez abrazaba a Carmen que estaba impávida. Me miró por unos instantes: me pareció que todos los años del mundo se le habían venido encima. Su cuerpo estaba vencido y su cara reflejaba todo el dolor que puede sentir un ser humano.

Después de unas cuantas oraciones los sepultureros empezaron a bajar el féretro hasta llegar al fondo. Le tiraron  flores y su tía le dijo: “¡Te quiero, te quiero mucho, mucho!” Carmen susurró: “¡Mi bebé, mi bebecito!”; y su primo, el niño con la camiseta verde, miró al cielo inconsolable. Cuando de la pala cayó el primer montón de tierra, los llantos se agudizaron. El papá de Daniel se derrumbó y Carmen miró hacia la tumba, sin ganas de respirar. Todos sabían que no lo verían más, que su hijo, su sobrino, su primo, su amigo, se había ido para siempre.

Carmen se sentó al lado de la tumba. Yo me acerqué y volví a darle un abrazo fuerte y largo. Me fui alejando lentamente, desesperada por ver a mi hijo. Sentí que todo mi ser olía a cementerio. Los cementerios huelen a lirios, que para mí es el olor del llanto. Huelen a velas y a un mal café. Huelen a flores, una mezcla entre las más hermosas flores vivas y las flores muertas del olvido.

Cuando vi a mi hijo, no lo solté en un largo rato, lo estaba asfixiando con mi abrazo. No quería soltarlo, no quería pensar en lo que pasaría si un día no volviera a verlo. La sola idea me producía una picada en el corazón, me faltaba el aire, la cabeza se me explotaba de dolor. Pero yo lo tenía en mis brazos.

No fue mi hijo, no fue el hijo de muchos, pero como madres, como dadoras de vida, deberíamos sentir que la muerte de un joven es también la de los nuestros. Porque no trajimos hijos al mundo para que la absurda violencia nos los arrebate. Porque si nosotras, a quienes nos duelen los hijos en las entrañas, no hacemos nada, nadie más lo hará.

20 marzo 2013

LA "CIERTA EDAD"



Descubrí que tengo una nueva arruga. Supongo que una vez salen las primeras, las demás se unen a la causa.
Todo empezó hace más o menos un año cuando fui a visitar a mi dermatóloga en una cita de rutina. Le dije que había descubierto tres arrugas al lado de mi ojo derecho. Ella usó su lupa gigante, que hace más grande cualquier imperfección. Miró detenidamente y me dijo: “Sí, en efecto tienes unas pequeñas líneas de expresión más marcadas, yo te recomiendo que empecemos a inyectarte un poquito de Botox”.

En mi cabeza se repetían sus palabras como en cámara lenta, no escuché el resto de lo que decía. Si esta escena hubiera ocurrido en un capítulo de Ally McBeal , mi cabeza se convertiría en un globo gigante, rojo y humeante hasta explotar, pero por supuesto no era un capítulo de Ally McBeal y mi cabeza seguía del mismo tamaño y en el mismo lugar.  Yo le dije que no creía que fuera una buena idea, a lo que ella, al mejor estilo de un torero, me dio la estocada final: “Es que cuando uno llega a cierta edad…” Ahora sí que no podía continuar con esa conversación, le agradecí su atención y salí como alma que lleva el diablo, arrugado por cierto.

Esa misma semana, fui a mi cita de rutina donde el oftalmólogo, porque así como las tristezas y las deudas, todo llega junto.
La cita es siempre  igual; está antecedida por una llamada en la que siempre digo lo mismo: “Maurooooo, me estoy quedando ciega, auxilioooo…” ah, porque el oftalmólogo fue mi novio alguna vez, por eso las confiancitas con el doctor. Él solo se ríe de mi drama y me programa una cita.  El diagnóstico siempre había sido el mismo: “No te estás quedando ciega, tenés una alergia impresionante” luego me manda unas gotas y todo queda solucionado.
Esta vez, a pesar de que la escena fue la misma, el diagnóstico cambió. Contrario a lo que esperaba y  también en cámara lenta, escuché a mi oftalmólogo decir: “Tienes astigmatismo”. Sé que me explicó qué era y por qué me había pasado, pero yo solo podía pensar que había perdido mi visión 20/20 de unos meses atrás. Yo le preguntaba si eso se quitaba, si eso era para siempre, si me iban a terminar operando, pero él reía y reía mientras me decía: “Esas cosas pasan cuando uno llega a cierta edad…”

Cuando llegué a mi casa me miré en el espejo, al mejor estilo de una novela venezolana, así con banda sonora (de Carlos Mata) y lágrima en ojo, mientras veía como los años hacían de las suyas conmigo. En mi cabeza un tiple sonaba y una voz gangosa entonaba: “Yo también tuve veinte años y un corazón vagabundo…”
Mientras trataba de dormirme empecé a pensar en eso de la “cierta edad”, a qué edad llega la “cierta edad”, ¿todos llegamos a esa “cierta edad” a la misma edad?, poco a poco el sueño me venció y al día siguiente ya no pensé más en el tema.

El problemita aquel volvió a surgir hace unos días, en un domingo lluvioso, con lo que me gustan, cuando a pesar de mi cansancio, no podía dormir. El desespero propio del insomnio me llevó a recorrer mentalmente mi día, para ver si encontraba la causa de la falta de sueño. ¡Claro! La razón estaba muy clara; me había despertado a las cinco de la mañana, pero me había acostado de nuevo a las siete y dormí casi hasta el medio día, cosa que no pasaba hacía mucho tiempo. La explicación me confirmaba que había llegado a “cierta edad”.

cuando vi que tenía una cuarta arruga al lado de mi ojo derecho, también descubrí que se notaba más si me reía, también si lloraba, en resumidas cuentas, los sentimientos delatan mis arrugas. También me acordé que el oftalmólogo me había dicho que el astigmatismo se daba entre otras cosas, por el uso excesivo del computador y por leer mucho.

Esta mañana me desperté algo asustada por un sueño que había tenido. En el sueño estaba mucho más joven, sin arrugas ni gafas. Estaba en mi antigua casa y le rogaba llorando a mi mamá que me dejara ir a una finca. Después aparecía un galán al mejor estilo de Johnny Bravo, y me estaba echando un cuento de “amor” el más ridículo y yo lo miraba con cara de paisaje y de mis ojos salían corazones brillantes. De repente aparecía una mujer más vieja, con gafas y me miraba de reojo, con la ceja levantada. En el sueño yo sabía que se estaba burlando de mí.

Me desperté tan asustada, no sé si porque tenía que pedir permiso otra vez, o por sentirme como una idiota, no sé, el caso es que después de pensarlo mucho, llegué a la conclusión de que estoy perdidamente enamorada de la “cierta edad”, además, las gafas no están tan mal. 

17 marzo 2013

ELUCUBRACIONES DE UNA MENTE DOMINICAL AUTISTA







Abro los ojos y el cielo no me engaña, él cree que puede, con su azul despampanante y sus nubecitas blancas, tan inocentes, tan inofensivas, que pareciera que es miércoles, me gustan los miércoles. Pero no me engañan, sé que es domingo.

En los domingos todo es diferente, la luz cambia, el sonido de los días cambia, el olor del día a día es distinto.
Por lo general me invento planes dominicales para no morir de tedio, y a veces, lo consigo. Otras veces, por más planes que haga, la marca dominical me persigue sin piedad.

Todos los domingos son distintos, pero siempre son domingos. Las seis de la tarde, sin embargo, esa hora en que la penumbra convierte en bultos todo a mi alrededor, es igual siempre. No importa que tan lejos esté, no importa que tan bueno haya sido el plan del día.

Ahora, si el domingo es un día fatal, nada es comparable con que sea domingo y esté lloviendo. Tengo un problema con la lluvia; me encanta, pero a ciertas horas y ciertos días. Creo que la depresión tiene nombre y apellido; domingo con lluvia. Por ejemplo, pienso que no quisiera morirme un domingo por la tarde mientras llueve. Creo que morirse así sería de muy mal gusto.

Otra característica importante tiene que ver con el grado de autismo que puedo alcanzar al final del día. Estoy convencida de que no debería tener una primera cita un domingo. Primero porque no soy una persona coherente y podría decir muchas estupideces. Segundo porque quisiera saltarme todo el debido proceso y arruncharme a ver una película en mi cama. Creo que soy poco emocionante en estos casos, mejor descartar primeras citas.

Cuando llega la hora de la comida, puedo echar mano de los nunca bien ponderados espaguetis; la mejor alternativa de un soltero, además de la arepa, claro está. La mayoría de las veces prefiero comer a la carta, pero hay domingos en que me pongo de reflexiva y me acuerdo de ese novio que tuve hace mil años y que me decía: “Pero si tenemos comida en la casa, ¿para qué gastarnos la platica?” No soy de ese estilo, creo que por eso, entre otro millón de razones, no estamos juntos. Pero bueno, volvamos al punto, decía que me acuerdo de esas palabras y decido ahorrar un poco, para que además de tener que soportar un domingo lloviendo, no deba cargar con sentimientos de culpa monetaria.

Después de la comida no quiero otra cosa más que ver una película bien romanticona, de esas que dan nauseas. Ojalá que sea protagonizada por Julia Roberts, Jennifer Aniston, Meg Ryan, Adam Sandler, Drew Barrymore, Cameron Díaz, Hugh Grant, Jude Law, Gerard Butler, entre otros. Menos Renée Zellweger. Si tengo un helado gigante mucho mejor, más si es de chocolate, y ahí la cosa se va componiendo.

Cuando se va acabando la noche, vuelvo a ser una persona normal, pensando en las mil cosas que tengo que hacer en la semana, las citas que no puedo olvidar, las cuentas por pagar, El Papa, Chávez, Uribe y Santos, Fajardo y Gaviria,  y…Pensándolo bien, creo que prefiero el domingo.