En esta ciudad los asesinados son además sospechosos. Es el
pan de cada día, no sólo los muertos, sino la pregunta ¿y por qué lo mataron?
Si no hay una respuesta que lo exonere de toda culpa, la sospecha cae sobre el
muerto y no sobre el asesino. En algo estaría metido, ¿quién sabe en qué pasos
andaría?
Parecería que hay muertes que se justifican, parecería que
la vida, en esta tierra, no valiera nada.
El miércoles 3 de abril de 2013 le vi la cara a la muerte,
al dolor; sentí de cerquita la peor pesadilla de una madre: perder a su hijo.
Lo primero fue el aviso de mi hermana de que algo no andaba
bien con mi mamá.
“Conéctese —me dijo—, es
urgente”. “No
puedo, voy de salida”, le dije. “Mi mamá
está muy mal, no para de llorar”, indicó mi hermana. “Pero, ¿por qué?, ¿qué pasó?”
“Mataron al hijo de Carmen”, dijo.
Carmen es una mujer solitaria, tranquila. Es amiga de mi
mamá desde que eran jovencitas. Son amigas de las de verdad, de esas que no
tienen que verse todos los días para quererse igual y para saber que están ahí
para cuando haga falta.
Vivía sola con su hijo en el barrio Calasanz. Sobra decir
que vivía en función de Daniel, así se llamaba la razón de su existencia. Ellos
vivieron unos tres años en Londres, pero hace varios años se devolvieron para
Medellín. Aunque Carmen consideró alguna vez irse a vivir a la Costa Atlántica,
Medellín fue la elección final.
La última vez que vi a Daniel fue en una fiesta en el club
donde trabaja Carmen. Me sorprendió lo grande que estaba, yo lo había conocido cuando
era un niño. Esa noche abrazaba a su mamá para despedirse; ya era más alto que
ella y se veía como todo un hombre. Tendría entonces unos veinte años.
Cuando me conecté en video-llamada
con mi mamá, que está fuera del país, me llenó de angustia su desesperación, su
impotencia. “Averíguame el teléfono de la hermana de Carmen”, me pidió. Yo no entendía nada. “¿Para qué el de la
hermana?, ¿es que ella no sabe?” “Sí, pero es que necesito que me dé el número
de Carmen”. Me aclaró.
Mi mamá no sabía nada, sólo había recibido un mail de la
esposa de mi tío en el que les decía a todos los amigos de la juventud de
Carmen —todos eran del mismo barrio, La Floresta— que no dejaran de acompañarla
en la misa por la muerte de su hijo que se celebraría a las cinco de la tarde
ese mismo día, miércoles 3 de abril, en Campos de Paz.
Empecé a hacer llamadas, hasta que dí con el número. Llamé
de inmediato mientras mi mamá me hacía preguntas detrás de una pantalla. La
hermana de Carmen me contó qué había pasado y me dijo que su hermana no estaba
contestando el teléfono.
Le dije que ya iba para allá y traté de que mi mamá se
calmara. Le expresé que ya nada podía hacer, que se quedara tranquila que
cuando yo llegara, me encargaría de comunicarlas.
Yo sabía que no iba a ser nada fácil ver a Carmen. Recordaba
las palabras de mi mamá: “¡Ay, ella no va a poder con esto! Ese muchacho era su
vida entera”.
Sin embargo, nada de lo que yo pude imaginarme se comparaba
con lo que vi.
Estaba cara a cara con mi peor pesadilla, con el peor miedo
que he tenido desde que mi hijo nació, hace 11 años.
Cuando se vive en una ciudad como ésta, la posibilidad de que
los hijos no regresen a casa está latente día a día. Recuerdo que cuando era
adolescente no entendía por qué mi mamá era tan estricta con los horarios, por
qué le daba miedo que yo estuviera en la calle hasta altas horas de la noche y
por qué siempre me decía que me reportara. En ese entonces eso era para mí cantaleta
típica de mamá. Ahora que estoy en su lugar puedo decir que no hay peor
angustia que la que produce no saber dónde están los hijos.
Cuando me acerqué a Carmen ella levantó su mirada, como si
viera en mi llegada, la llegada de mi mamá. La abracé largo y fuerte. Ella me
habló con una voz que apenas le salía: “¿Qué voy a hacer sin él? ¡Me quedé
sola! ¡Mi angelito!”
Preguntaba y exclamaba una y otra vez.
En estos casos nunca salen palabras adecuadas. Por más que
uno trate de ponerse en el lugar del otro, es imposible sentir su dolor o decir
algo que lo consuele. Me dijo que Dios le había prestado a su hijo durante 24
años y ahora se lo había llevado. Los había cumplido en febrero.
Después de muchos intentos, logré que mi mamá se comunicara
con Carmen. Cuando le entregué el teléfono rompió en llanto: “¡Amiga, me lo
quitaron, me quitaron a mi niño, se me fue mi angelito!”
No sé qué le dijo mi mamá, pero Carmen lloró y asintió con
la cabeza hasta cuando se despidieron. Cuando me pasó a mi mamá, yo sólo escuché
un llanto impotente, incrédulo, como si nada de lo que estaba pasando fuera
cierto.
Le tomé la mano a Carmen, la abracé, besé su frente,
acaricié su pelo. No sé si trataba de decirle que entendía lo que sentía, que
yo no podía ni imaginar mi vida sin mi hijo; que quería darle todo el amor del
mundo en un segundo para que supiera que no estaba sola, como ella se sentía.
Sabía sin embargo, que hiciera lo que hiciera, no podía apaciguar su dolor;
nada podría devolverle su razón de vivir. Ella miró al piso, callada, ida… De
repente rompió en llanto; el llanto más amargo que jamás he visto. Era como si
le apuñalaran las entrañas: se dobló encima de sus piernas y repitió una y otra
vez que no iba a poder con esto.
Los familiares de Daniel se acercaban incrédulos al féretro;
lo miraban, le hablaban, le mandaban besos y bendiciones a través del vidrio
que separaba su cuerpo sin vida del amor que todos le profesaban.
Un niño de unos 11 años, primo de Daniel, con su camiseta
verde bañada en lágrimas, se acercó y luego abrazó a su mamá; buscaba consuelo
como tratando de entender por qué su primo estaba ahí, por qué no volvería a
levantarse.
Minutos antes de las cinco de la tarde el carro fúnebre
recogió el féretro y emprendió su marcha hacia la iglesia del campo santo.
Cuando entré a la iglesia sentí un frío terrible en mi
espalda. Afuera el cielo estaba de un
azul tímido, cubierto por nubes, pero el calor era espantoso adentro. Sin
embargo, durante la misa se colaron corrientes de aire fresco que me dieron una
extraña sensación de paz.
La voz de la mujer que cantaba era hermosa y las canciones
sublimes. Al empezar la liturgia el sacerdote dijo que Daniel era su ahijado.
No sé cómo hizo para mantenerse sereno y buscar darles sosiego a sus familiares
y amigos, pese al evidente dolor que sentía.
Habló de la resurrección, de la celebración de la vida y del
llamado del Señor. Esos conceptos, en momentos así, no son asimilables para mí;
más aún porque no me gustan las iglesias y los cementerios me dan escalofrío.
Sin embrago, la brisa que se metía por la puerta de la iglesia me dio
tranquilidad.
Cuando salimos, en el recorrido hasta el lugar donde iban a enterrar a Daniel, en Campos de paz, escuché los comentarios. Algunos preguntaron
qué había pasado y la respuesta siempre fue la misma: “No se sabe”. Dijeron en
las noticias que fue un acto de “limpieza social”.
La noche del lunes primero de abril Daniel estaba estudiando
para un parcial que tenía al día siguiente; adelantaba estudios en Gestión
administrativa en el ITM. Le dijo a su mamá que saldría un rato, que no se
demoraba. Se fue en bicicleta, no se llevó sus documentos de identidad. Las horas pasaron y Daniel no
regresaba. Desesperada, Carmen empezó a buscarlo por todas partes y el martes
llamó a todos los hospitales de la ciudad. El último lugar al que llamó fue a
Medicina Legal y le dijeron que allí había un chico con las características que
ella mencionaba. En efecto, ése era Daniel.
Las primeras versiones de su muerte eran confusas, lo único
que sabían era que él estaba con cuatro amigos más en el barrio Cristóbal,
detrás del liceo Salazar y Herrera. Al parecer unos hombres se acercaron a
preguntarles si vendían marihuana. Ellos dijeron que no y a los pocos segundos
les dispararon a todos. Sólo uno de los chicos quedó vivo, un niño de 15 años,
que hasta el momento se encuentra muy grave, en cuidados intensivos. Los otros
cuatro murieron.
Algunos asistentes al entierro preguntaron en susurros si
Daniel consumía drogas, si andaba en malos pasos, como tratando de justificar
lo injustificable.
Cuando busqué la noticia me quedé sorprendida al ver que se
hablaba de “limpieza social”. No entiendo si sólo para mí es tan perverso el
nombre que le han dado al asesinato. En este país somos expertos en los
eufemismos.
Qué importaba si Daniel o sus amigos fumaban marihuana o no.
¿Puede un grupo de asesinos pensar que “limpia” su sector asesinando niños? Es
insólito. Un asesino mata para limpiar su barrio de “malas” conductas. Para
aumentar mi incredulidad, uno de los medios tituló así la noticia: “Autoridades
investigan si asesinato de cuatro personas en Barrio Cristóbal se trataría de
una limpieza social”. Así, sin comillas para ese término tan absurdo. Otro
medio escribió las declaraciones de la familia de un menor de 15 años, que
también murió en el lugar, en las que aseguraban que su hijo era un buen
muchacho, casero, que sólo había ido a visitar a su novia.
No puedo dar crédito a que una familia, además de soportar
el peor dolor del mundo, tenga que intentar limpiar el honor de su hijo, “sospechoso” por haber sido asesinado.
Para llegar al lugar designado para sepultar a Daniel había
que pasar por varias tumbas. Eran tantas que había que caminar mirando hacia
abajo, intentando no pisar ninguna.
La escena fue desgarradora. Los sepultureros estaban en la
parte superior e inferior de una excavación recién hecha. Una lona verde y
grande cubría una cantidad mediana de tierra. Unos soportes de la medida de la
excavación delimitaban el espacio y en la parte inferior había una manivela.
Sus familiares y amigos estaban en el lateral izquierdo del féretro que había
sido puesto en el soporte, encima de unas correas. Un tío de Daniel puso un
ramillete de rosas de varios colores encima del ataúd cerrado. La hermana menor
de Carmen lloraba sin consuelo mientras la sostenían dos personas, como si
temieran que no pudiera mantener el equilibrio. Ella a su vez abrazaba a Carmen
que estaba impávida. Me miró por unos instantes: me pareció que todos los años
del mundo se le habían venido encima. Su cuerpo estaba vencido y su cara
reflejaba todo el dolor que puede sentir un ser humano.
Después de unas cuantas oraciones los sepultureros empezaron
a bajar el féretro hasta llegar al fondo. Le tiraron flores y su tía le dijo: “¡Te quiero, te
quiero mucho, mucho!” Carmen susurró: “¡Mi bebé, mi bebecito!”; y su primo, el
niño con la camiseta verde, miró al cielo inconsolable. Cuando de la pala cayó
el primer montón de tierra, los llantos se agudizaron. El papá de Daniel se
derrumbó y Carmen miró hacia la tumba, sin ganas de respirar. Todos sabían que
no lo verían más, que su hijo, su sobrino, su primo, su amigo, se había ido
para siempre.
Carmen se sentó al lado de la tumba. Yo me acerqué y volví a
darle un abrazo fuerte y largo. Me fui alejando lentamente, desesperada por ver
a mi hijo. Sentí que todo mi ser olía a cementerio. Los cementerios huelen a
lirios, que para mí es el olor del llanto. Huelen a velas y a un mal café.
Huelen a flores, una mezcla entre las más hermosas flores vivas y las flores
muertas del olvido.
Cuando vi a mi hijo, no lo solté en un largo rato, lo estaba
asfixiando con mi abrazo. No quería soltarlo, no quería pensar en lo que
pasaría si un día no volviera a verlo. La sola idea me producía una picada en
el corazón, me faltaba el aire, la cabeza se me explotaba de dolor. Pero yo lo
tenía en mis brazos.
No fue mi hijo, no fue el hijo de muchos, pero como madres,
como dadoras de vida, deberíamos sentir que la muerte de un joven es también la
de los nuestros. Porque no trajimos hijos al mundo para que la absurda
violencia nos los arrebate. Porque si nosotras, a quienes nos duelen los hijos
en las entrañas, no hacemos nada, nadie más lo hará.