14 septiembre 2014

SOBREVIVIENDO AL DOMINGO

Una a una las gotas de lluvia fueron formando un lente distorsionado de la realidad por la ventana de su habitación. Las sombras cubrían un cielo que horas atrás resplandeció con su arrogante y radiante azul. Ahora el mundo se tornaba gris.

Su corazón latía lento con la cadencia de un triste violín que tocaba cada fibra de su alma encostrada, mientras una voz rasgada y cansada repetía palabras surrealistas de desamor. Le gustaban las canciones que le revolcaban la vida, que le arrancaban lágrimas. Le gustaban las canciones con grandes arreglos orquestales, dramáticas, majestuosas; le gustaba tomarse algo bien caliente a ver si descongelaba el amor que ya no sentía.

Se sentó en una pequeña alfombra al lado del balcón. Repitió una y otra vez la misma canción mientras se bebía un café despacio hasta que fue enfriándose. Miró hacia al cielo, inamovible, como buscando una respuesta que no llegaría, o tratando de entender de dónde venía esa tristeza que se le metía en el alma y le perforaba los sentidos sin piedad.

Cuando la noche se hizo más oscura y la ciudad dejó de latir frente a su mirada y las luces brillantes se fueron apagando una a una, cuando el café estuvo tan frío que se hizo imbebible; la canción dejó de sonar y el ruido de la lluvia cesó por completo.
Cuando prendió las luces y las sombras desaparecieron ante sus ojos,
la cotidianidad se apoderó de su alrededor y su angustia se disolvió poco a poco hasta que ya no podía recordar por qué la sentía.


Entonces comprendió que esa inmensa zozobra no era más que otro domingo con lluvia a las seis de la tarde.

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